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contrastes

Pablo Muñoz Unceta, español, arquitecto y amigo (de Barranca, de las postrimerías del 2009 y del 2010 para adelante!) comparte el texto de líneas abajo, a partir de lo que fue su experiencia en nuestro país (guiño para Pati Velarde).

Por ahora, avanti e auguri, mucha fuerza Pablo, nos volveremos a ver!


Lima es una ciudad de contrastes. Contrastes de siglos a distancias de cuadras, contrastes de culturas a décimas de segundo, contrastes de millones separados por un par de palabras. Es una ciudad donde muchas cosas que nunca nos imaginaríamos en el viejo mundo son posibles, donde las leyes son otras, donde el mundo es a menudo más difícil, más de verdad, y hay más problemas tangibles que imaginarios.

En Lima conviven parques públicos con coste de entrada y fuentes millonarias con barrios en los que apenas se recoge la basura. Y los separa una vía expresa, una arteria de tráfico rápido, un zanjón que parte en dos un trozo de ciudad. En un lado, el barrio sucio (La Victoria) potencia su centro comercial, Gamarra, una ciudad de las compras con grandes edificios cercados por un perímetro vigilado y dedicados únicamente al comercio en una ciudad que prohibió sus puestos ambulantes hace años. Al otro lado, algunos parques (abiertos o cerrados) dan comienzo poco a poco a un centro histórico desarmado, de pedazos de ciudad que, como islas, son visitados por buses de turistas extranjeros temerosos de conocer un mundo menos de juguete que el suyo.

Es un centro histórico de cámaras y cambios de guardia separado por 15 minutos de casas que se caen al río cada año. Gente que no se atreve a subir por las escaleras mecánicas convive a 20 cuadras con grandes supermercados con self-service. Segregadores que recogen plásticos de la basura para ganarse la vida desconocen o no entienden que a 500 metros de sus casas hechas con cartones se consuman ingentes cantidades de poliestireno en cubiertos de un solo uso, cuando a ellos en las capacitaciones les explican que los residuos plásticos contaminan el medio ambiente.

En Lima conviven horas interminables de trayectos en combi para muchos, que atraviesan la ciudad de una punta a otra para trabajar cada mañana, trayectos en taxi de 10 minutos entre Miraflores y San Isidro, trenes eléctricos dejados a medio construir hace 20 años, gente que se “recursea” anunciando su destino en el parabrisas como un taxi temporal, recicladores que colapsan el tráfico con sus triciclos, gringos locos que van en bicicletas de diseño por la avenida Arequipa.

Lima es una ciudad con gente de todo tipo, de todos los colores, de todas las formas, con todos los dejos, con aires de la selva y gestos de la sierra, con pachamancas cocinadas bajo tierra y ceviches de pescado fresco. Es una ciudad que condensa al Perú al 30%, con 9 millones de personas que se extienden por cerros de arena y esteras, en un desierto que ha vivido cientos de años de historia con sus consecuencias, patentes en cada palabra, en cada conversación con gente de orígenes híper diversos, en cada almuerzo de cartas multiculturales, en cada retazo de aire sucio y desordenado que se respira por sus calles, en cada ruido, en cada grito de cobrador de combi, en cada carcajada que evita un conflicto, en cada música y en cada baile que devuelve el calor a lo cotidiano.

Hace dos días regresé a mi casa en Madrid y todavía tengo que aprender a caminar sabiendo que dos mundos pueden vivir tan cerca. Dadme tiempo para contaros muchas historias, para que me las contéis a mí vosotros, para volver a juntar pedazos y llevarlos en una bolsa que los mantenga cerca aunque no unidos, porque seguramente no hace falta que estén unidos.

Gracias a todos por vuestra paciencia. Espero veros pronto.

Un fuerte abrazo de despedida, de bienvenida.